DOS
CAMINOS DE ORACIÓN
Si
el domingo pasado destacamos la importancia de orar sin desanimarse, hoy el
Evangelio nos interpela con dos maneras de orar.
La
primera: nos muestra como caemos tantas veces creyéndonos justos y limpios ante
Dios, y engañosamente nos justificamos continuamente ante Él “Gracias Señor
porque yo no soy como los demás, ladrones, injustos, adúlteros ni como ese publicano
(hermano o hermana)”. Desgraciadamente nos sorprende esta manera de orar y me
pregunto,
¿Cuántas
veces nos justificamos ante Dios pensando que los demás son los culpables?
¡Cuántas
veces juzgamos al otro porque claro, lo que ha hecho o dijo no me complace,
hubiera sido como a mí me gusta!
¿Cuántas
veces hemos alabado y bendecido mientras al que es distinto a mí le deseo el
mal y fracaso?
¿Cuántas
veces nos hemos sentido superior a los demás por una aprobación que nos hace, y
hemos visto al otro como olvidado de Dios?
¿Cuántas
veces nos hemos creído poseedores del otro, arrebatándole su derecho y su
dignidad?
¿Cuántas
veces hemos creído que Dios nos tendría que premiar de alguna forma por
nuestras obras, y hemos olvidado que solo nos pide el Amor?
Y
la lista podía seguir interminablemente…
Hermanos
son tantas las veces que conscientemente o inconscientemente nos colocamos ante
Dios como este fariseo que nos extraña su actitud. Solo hace falta recordarlo
con paciencia y aceptación.
En
la segunda manera de orar: nos encontramos con un publicano que no pudiendo
levantar la cabeza y golpeándose el pecho humildemente ora “Dios mío, ten
piedad de mí que soy un pecador”. Aquel que no es conocido por cumplir la ley
como los fariseos “justos”, nos muestra hoy cómo el hombre no es nada ante Dios,
como nos decía San. Francisco de Asís “el hombre es lo que es y nada más”. Y se
podía preguntar ¿y qué es el hombre? Pecado, miseria, debilidad y limitación,
nada más; lo otro que podemos poseer es gracia a Dios.
Este
publicano viene a hacernos tomar conciencia de que en nuestra oración es
importante reconocernos pecadores y humildemente pedir perdón al Señor “Dios mío
ten piedad de mí que soy un pecador”. Nos viene a recordar que la única y
verdadera justificación nos viene de Dios, quien sondea toda nuestra persona.
Es
una lectura que nos coloca sobre la balanza para ver cómo caminamos en la
humildad verdadera: que es reconocer y aceptar lo que somos. No compararnos
nunca con el otro porque siempre existe una gran tentación de percibirnos
mejores que él. Somos lo que somos y el otro es quien es, llamado a ser hijo de
Dios como yo y juntos hemos de caminar sosteniéndonos a la fe y a la unidad que
es el vínculo de la paz. Así construiremos cada vez un mundo mejor para todos. Nuestra
casa común.
Paz
y bien que Dios les bendiga.
No hay comentarios:
Publicar un comentario